¡Hola! Soy María Laura Guajardo y tengo 49 años. En octubre de 2017 comencé a tener problemas digestivos que fueron agravándose. Luego de varios estudios y de una cirugía, me diagnosticaron Linfoma de Burkitt.
Se trata de un tipo de linfoma agresivo, de crecimiento rápido. En mi caso, el linfoma ocupaba gran parte del abdomen, comprimiendo el duodeno y uno de los riñones. Una vez que me dieron el alta de la cirugía, comencé un tratamiento de quimioterapia intensiva en el Hospital Central. Luego de cinco meses de quimioterapia, me realizaron un PET que mostró la remisión completa del linfoma. Desde ese momento, he continuado con controles periódicos, pero sin ningún tipo de medicación.
Hasta ahí el reporte médico, los datos objetivos. Pero lo que verdaderamente me interesa compartir no quedó registrado en mi historia clínica. Hasta ese momento había sido una persona completamente sana, sin ningún problema de salud, por lo que el linfoma fue una especie de bomba que explotó en mi vida. Mi primera reacción fue de shock, de incredulidad, el “esto no me puede estar pasando a mí”. Tenía una fuerte sensación de irrealidad: el linfoma, el hospital, la quimioterapia, los médicos y hasta mi propia familia estaban en un plano y yo estaba en otro, en una especie de interfase en la que nada de eso me alcanzaba.
Creo que el primer cambio importante en mi interior se produjo cuando logré aceptar la enfermedad, cuando entendí que todo eso efectivamente me estaba ocurriendo a mí. Sólo a partir de la aceptación pude empezar a trabajar para trascenderla. Desde la aceptación logré ampliar la mirada, tomar perspectiva y descubrir que mi vida era mucho más grande que mi enfermedad, porque en esa vida estaban el amor y la ternura incondicionales de mi esposo, la necesidad de contención y esperanza de mis hijos, el apoyo y el acompañamiento de toda mi familia, el cariño de mis amigos y las oraciones de muchas personas que rezaban por mi salud.
Por supuesto, todo eso se entremezclaba con otros sentimientos, como angustia, incertidumbre y ansiedad. Lo que más deseaba era que la quimioterapia terminara. Entonces se produjo el otro momento importante en mi evolución interior. Fue cuando entendí que el tratamiento era parte de la solución y no del problema. Simultáneamente, sentí que no sólo era importante terminar la quimioterapia sino el proceso mismo. No sólo era importante llegar a la meta sino el camino que debía recorrer hasta ella. En ese punto elegí darle un sentido a mi enfermedad, decidí transformarla en mi “maestra”, dejar que el linfoma “me enseñara” lo que necesitaba aprender. Hoy siento que los días de internación, de aislamiento en la soledad de mi habitación y las horas de quimioterapia, me volvieron una persona más sensible, más compasiva, más consciente de mi propia vulnerabilidad, más humilde, más agradecida, con prioridades más claras y más comprometida. En suma, creo que la enfermedad me hizo una mejor persona. En ese sentido, aunque parezca increíble, agradezco todo lo que atravesé.
Con esto quiero decir, en primer lugar, que una enfermedad oncohematológica no es una sentencia de muerte. Existen posibilidades de curación, por supuesto dependiendo de múltiples variables. Una de esas variables es la actitud del paciente. Ningún médico puede suplantar al paciente, ningún tratamiento puede proveer lo que a cada paciente le toca poner. Como pacientes, debemos hacer nuestra parte, debemos volvernos protagonistas de nuestra propia sanación. Por supuesto, eso requerirá la ayuda, el apoyo y el acompañamiento indispensables de la familia del paciente.
En segundo lugar, que a pesar de las múltiples limitaciones que se derivan del tratamiento y las cuales afectan nuestra vida cotidiana, siempre nos queda como pacientes un margen de libertad, un ámbito en el que aún podemos decidir: siempre podemos elegir la actitud con la que enfrentaremos la enfermedad. Ese espacio de libertad no nos lo puede quitar nada ni nadie.
Mi experiencia me enseñó que, si decidimos aceptar la enfermedad, cultivar la paciencia y la serenidad e intentamos transitarla sin renunciar a la alegría, sin dejar de agradecer los gestos de amor que recibimos, la carga se hace más liviana. Aprendí que podía ver el linfoma como una oportunidad y no como una tragedia, una oportunidad para crecer como persona y capitalizar el dolor. De hecho, el linfoma fue la oportunidad para conocer a personas íntegras, comprometidas y generosas, como varias de las que integran esta Fundación.
Por último, quiero compartir con ustedes una frase de Nietzche que siempre me resonó durante mi enfermedad: “quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Cada uno debe descubrir su propio “porqué”. A partir de ese descubrimiento, podemos asumir todo lo que la vida nos depare.